Este sí era un príncipe azul

Era un gigante estupendo. Siempre se ofrecía a barrer, a ordenar, a doblar los petates, a dejar la tienda hecha una patena. Como los gigantes de los cuentos, era un poco bruto: tenía ideas fijas; una de ellas era que lo que creía bueno para él tenía que ser bueno para los demás: que alguien disintiera no le entraba en la mollera. Y era de derechas, guerrillero de Cristo Rey, por más señas. Recuerdo aquella noche como si fuera hoy.

Habían tocado retreta y nos habíamos embutido en nuestros petates, más frescos que una lechuga. Se palpaba, bajo la lona, cierto cachondeo. El de «Exactas» contaba chistes guarros, y, cada vez que el imaginaria pasaba junto a la tienda, se asomaba aterrorizado, suplicando que guardásemos silencio. 

Pero no había quién nos parara. Por aquellos tiempos -hablo del sesentaytantos- los de «izquierdas» teníamos por costumbre ser muy prudentes a la hora de manifestar nuestras opiniones políticas; si no teníamos ficha -cosa dudosa- y descubrían nuestras veleidades ideológicas, podíamos acabar en el calabozo o en el Sahara.

Así que manteníamos la boca cerrada. Pero siempre había algún incontinente que se iba de la lengua. El de «Exactas», un anarco intempestivo, saltó de las guarrindonguerías a hacer comentarios inocentes sobre el entonces Príncipe Juan Carlos. Era normal, entonces, entre la juventud, mirar con cierto retintín un futuro monárquico en este país; no parecía homologable que, mientras las monarquías europeas iban desapareciendo lentamente, España volviera a tener Rey; iba - pensábamos- contra la Historia...

Conforme lo que el buen gigante consideraba irreverentes comentarios arreciaban, fue perdiendo el humor. No decía nada, pero, en la oscuridad de la tienda, sus resoplidos eran elocuentes. Juro que, prudente, apenas intervine. Sólo, idiota de mí, añadí una leve coletilla acerca de no sé qué príncipes de ojos azules de los cuentos de hadas. No había terminado la frase cuando un como oso cayó sobre mí y unas zarpas enormes atenazaron mi garganta. Entre todos lograron quitarme de encima al buen gigante...

Andando el tiempo me pidió perdón y le quise más que a ninguno. Pero eso no quita para que fuera la vez que más cerca he estado de morir asesinado. Ayer, cuando, por un «quítame allá esas pajas» de ciertos comentarios periodísticos acerca de la persona real, Felipe González dijo que tal vez haya «intereses que no son los nuestros para debilitar a España y a la Corona», me asusté: recordé aquel intento de asesinato y a ese General de cuyo nombre no quiero acordarme que, cada vez que se sentía amenazado, echaba la culpa de todo a una conjura judeomasónica del Extranjero. 

Y conste que, aunque soy republicano, don Juan Carlos me cae simpático.

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