Isabel Gemio no es periodista

Una mujer justiciera convertida en heroína por una sociedad que ha perdido la fe y la moral en sus leyes, protagoniza Barrio cero (Planeta), la última novela de Javier Reverte (Madrid, 1944), que ahora huye a fundirse los 120.000 euros del Premio Fernando Lara viviendo una temporada en Nueva York, la nueva estación de tránsito de un tipo moral y franco que logró sobrevivir a 30 años de periodismo sin volverse ni un amargado ni un cínico. Al revés: convirtiéndose en un solitario y lucido letraherido y viajero que va y viene, a su bola, como el indio loco de las películas.

Crecí rodeado de periodismo. Mi abuelo materno era redactor-jefe de ABC y crítico de teatro y toros. Escribió un instant book sobre la II Guerra Mundial: lo empezó pro-germano y lo acabó pro-aliado. ¡Se cambió de chaqueta! Mi abuelo paterno era linotipista. «Piquito de oro», lo llamaban. Casi lo fusilan. Mi padre, periodista. Un hermano suyo, periodista. Un hermano de mi madre, periodista.

¡Qué desgracia!

¡Sí, sí! Tengo dos hermanos y tres primos periodistas. ¡Y ya se acabó, al fin! Conocemos tan bien el periodismo, que estamos hasta las narices. Mis hijos no lo son, por supuesto… El periodismo está muerto, agónico, cadavérico.

La cita de Hemingway: «Un excelente oficio, a condición de saberlo dejar a tiempo».

Es cierto. Yo he tenido suerte, pero tengo amigos que han visto morir el periodismo en sus manos y están amargados. Ya no hay reportaje. Pero yo he viajado mucho y el oficio me ha permitido asomarme a muchas falacias.

¿Y eso le volvió cínico, escéptico…?

Escéptico. Los grandes hombres, de cerca, son más pequeños. Pero también me ha dado fe en la naturaleza humana, porque hasta en los escenarios de guerra he visto un impulso a la dignidad.

Con ese entorno, el periodismo, ¿qué fue? ¿Inercia o vocación?

Uf, no he tenido nunca vocación periodística, sino de escritor. Pero como no era un genio, este oficio me daba alternativas: se construye sobre la pregunta, es rápido, te da síntesis, te enseña a buscar la médula… ¡Esos escritores que tardan 16 páginas en abrir y cerrar una puerta, puff!

¿Por qué has dicho que antes de viajar sólo eras un analfabeto?

Si es que yo lo único que había hecho era ir a Zamora y a la Puebla de Sanabria de viaje de novios… ¡Mi mujer me debe querer mucho! Viajar te quita los prejuicios, te enseña que sólo hay una raza: la humana.

Ya, pero tú viajas y tu familia se queda, esperándote. ¿El que huye de aquí, el que viaja, no es también el egoísta?

¡Pues que se vengan! Sí, claro, yo huyo: de la melancolía, del aburrimiento, de hacer todos los días los mismo. Aquí pasa un año y parece un mes. Viajando, el tiempo se dilata. ¿Te acuerdas cuando de niño un verano parecía infinito? Pues el viajero es como un niño. Y un escritor también es un niño que juega.

«No sé porqué mi mujer y mis hijos me quieren», has dicho. ¿Lo más cercano es también lo más misterioso?

Sí, lo más cercano es lo más difícil. Yo viajo también por no hurgarme en mí mismo: igual encuentro a un asesino perverso, o a un gay, a mis años, qué putada… Lo que lamento ahora es no haber tenido más tiempo para mis hijos. ¡Qué le voy a hacer! También, cuando volvía, me decían: «Cuéntanos tus aventuras». Y yo se las contaba, exagerando un poco. ¡Era cojonudo! Y mi mujer ha sido tremendamente generosa.

Esos escritores que han hecho de su vida rutinaria y sedentaria un gigantesco dietario…

No me interesan. Hay mucho onanismo y mucha metaliteratura. En la literatura de hoy, hay más tinta que sangre. Hoy no hay grandes escritores. ¿Dónde están los Valle, Lorca, Unamuno? No hay aquí ni en el mundo. García Márquez es un mito que siempre escribe la misma novela. Quizá Coetzee, que cada tres años te deja otra vez desolado.

¿Literatura o moral?

Yo tiro más a la moral. La literatura está agotada. Occidente está cansado de sí mismo. Europa es una franca decadencia.

¿Y este país? ¿Te da pena?

Sí, es muy paleto. Los líderes, sobre todo: institucionales, banqueros… Es el país con más inventiva del mundo, pero hemos tenido unos dirigentes horribles. Hombre, los de la Transición tampoco eran Churchill, ¡pero esta tropa es tan penosa!

Por si te faltaban razones para hacer la mochila e irte…

¡Uff, son una razón cojonuda! Ahora me voy a Nueva York, a vivir en la capital del Imperio seis o siete meses. No quiero estar aquí.

Curioso, para tener, como tienes, la etiqueta de viajero exótico.

Sí, me la colocaron. Pero me gusta la enorme energía de América del Norte: allí la ley es cambiante y surge de abajo. No como en Europa, que vive aplastada por una superior.

Y, como la protagonista de tu nueva novela, ¿tienes algo de escondido vengador justiciero?

No, en absoluto. Hombre, yo mataría por un hijo mío, supongo. Lo que sí soy en esta novela es muy crítico con los políticos, los religiosos, los medios de comunicación…

Tu amigo Antonio Hernández te ha colgado fama de «escritor andaluz sin saberlo». ¿Qué querrá decir?

Le gusta tomarme el pelo. Sí, dice que soy un andaluz sin saberlo. Cuando llegamos desde Madrid a Despeñaperros, Antonio empieza a aplaudir. Y mi suegro, cordobés, cuando íbamos para Madrid, en Despeñaperros paraba el coche, salía y saludaba: «Adiós, Andalucía».

Tienes un apartamento en Garrucha, un sitio muy tranquilo de Almería. No te pega: no es exótico.

Me gusta la gente y estar aislado. Y el Mediterráneo. Y salir a pescar con los amiguetes de allí… Pero se han muerto unos cuantos y, la verdad, ya no voy. Han destruido el mundo mediterráneo, que no es sólo un paisaje sino también un alma. Yo hubiera detenido ese mundo en el 85: ya no había pobreza, había Seguridad Social y el paisaje estaba más o menos intacto. Pero noté que la gente ya no hablaba de la pesca o la emigración. Todos decían lo mismo: «Tío, compro en plano y vendo en llave». «Oye, ¿podemos hablar de algo que no sea del dinero?». El dinero no tiene conversación. ¿Sabes que eso está lleno de niños con coches enormes que no pueden sacar del pueblo porque no tienen carné? ¡No son capaces de contestar 75 preguntas!

Los estragos de la codicia.

Estos años han sido un desastre. Allí la gente ha olvidado lo que sabía y no ha aprendido nada nuevo.

De tu generación, ¿lo más heroico es el hígado?

Hemos tenido hígados privilegiados, sí. Aunque algunos lo han pagado; Manu [Leguineche] está fatal. Yo he aguantado. O [Manuel] Alcántara. No sé, la generación anterior creó a unos niños con buen hígado.

Fuiste comunista. Algo que tu imagen no sugiere hoy.

Entré en el 74 y salí en el 79. Y me fui porque descubrí que yo no era comunista, lo que pasa es que no me había dado cuenta. Yo era socialdemócrata, pero González y Guerra, a los que traté de cerca, eran muy altivos y nos engañaban mucho…

Así es que eres un burgués.

Sí, claro, un pequeño burgués, liberal y socialdemócrata. Pero tuve ofertas. En el 82, el PSOE me ofreció ir de senador por Soria. ¡Yo no había estado en mi vida en Soria! Pensé en mis hijos diciendo: «Mi padre es senador». Y dije que no. Yo no valgo para ser disciplinado y desear el poder absoluto. Yo no valgo para rendirme ante el jefe. Yo soy el indio loco de las películas… Yo, de la política, no entiendo que la traición esté aceptada. Yo no podría aceptar la traición de un amigo ni ejercerla…

Volvemos a la moral.

Sí, yo tengo una ética conmigo mismo. Por eso no salgo de tertuliano y hay dinerito, eh. Pero ni sé pelearme ni soy moralista. A mí me dan risa las tertulias: les pagan una pasta maja por hacer lo que hacen los españoles en los bares.

El oficio espectáculo…

Sí, y el público ha entrado en eso como antes en el circo. Pero el periodismo nació para buscar la verdad. Y verdad y audiencia no casan. Hoy los medios son antiestéticos. Falta pudor. El triunfo no es escribir un buen libro; es salir en la tele. Los escritores no deberíamos ni tener cara. Ése es mi ideal: no tener cara.

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